En nuestra última mañana en Pushkar, quise hacerle una foto a unos de los monos que vivían en los árboles del jardín de nuestro hostal. Había oído que no es buena idea mirarlos directamente a los ojos porque se sienten intimidados y atacan, pero no sabía que el objetivo de la cámara contase como ojo... El simpático monito que tan tranquilamente se balanceaba en la rama de un árbol, se convirtió en mono rabioso en cuestión de segundos. Saltó al tejado y se acercó rápidamente a mí enseñándome sus dientes afilados. Correr tampoco es una buena idea, así que intenté asustarlo levantando los brazos y gritando fuerte, pero el tío me enseñó aún más los dientes y siguió acercándose. Ahí ya me entró el miedito, no quería acabar en el hospital con un bocado de mono y la antirrábica puesta en el brazo... Menos mal que el dueño del hostal oyó el jaleo que estábamos montando y con un sonido seco mandó al simio de vuelta a su árbol.

Todavía con el susto en el cuerpo, dejamos atrás la cuidad sagrada y volvemos a Ajmer para internar coger el próximo tren con destino Jaipur, la ciudad rosa (cómo les gusta ponerles nombres de colores a las ciudades). El trayecto es de dos horas solamente y hay un montón de trenes que hacen este recorrido así que nos dirigimos a la taquilla y nos ponemos a la cola. Pero aquello ni era una fila ni era nada, aquí impera la ley del más fuerte (o del que más empuja), si ves un hueco te metes, sin preguntar, de lo contrario te puedes pegar allí medio día y no haber avanzado ni dos pasos.
Después de un rato y tras olvidar todo lo que sabemos sobre ordenadas y educadas filas británicas, conseguimos nuestros billetes por 1 euro, maravilla. Nos subimos en el tren y entablamos conversación con un hombre y dos mujeres súper interesados en nuestra familia, trabajo, salario y costumbres. Me dicen que quieren ver fotos, saco el móvil y les enseño 3 o 4 y, como si fuéramos amigos de toda la vida, el señor me coge el teléfono y empieza a pasar fotos por su cuenta. Yo me partía de la risa, no se porqué me hace tanta gracia la espontaneidad e inocencia con la que se comporta esta gente. Estaban encantados con nosotras y el que supiéramos decir alguna frase en hindi les maravillaba. El señor era de Varansi y en cuanto supo que en unos cuantos días iríamos allí, nos invitó a comer a su casa para que conociéramos a su mujer y a sus hijas. Qué encanto de personas.

Al llegar a Jaipur, emprendimos camino hacia el hostal a pie, luego dejamos las mochilas y continuamos el paseo hasta el centro. La verdad que vimos muy poco porque enseguida se hizo de noche, aunque sí que pudimos comprobar que las ciudad rosa ¡es realmente rosa! Cenamos algo por ahí y volvimos al hostal. Esa noche dormimos en un dormitorio de chicas (que por algún motivo era más barato que el mixto). A eso de las 3 o las 4 de la mañana, Eli se despierta al oír unos ruidos dentro de la habitación. Había un chico dentro que nos miraba. Lo echamos a gritos y cerramos la puerta con llave. No sé que les pasa a estos hombres, de verdad. ¡Qué obsesión!

A la mañana siguiente muy temprano cogimos un tren hacia Agra para visitar una de las 7 maravillas del mundo, el Taj Mahal. Desde muy pequeña me obsesionó este monumento, recuerdo pasar horas y horas buscando información en las enciclopedias de mi padre. Lo sabía todo sobre este mausoleo, su preciosa historia de amor y el terrible periodo de esclavitud y tortura que supuso su construcción. Siempre quise visitarlo y contemplar, con mis propios ojos, su enorme belleza. Y ahora, estaba a las puertas de cumplir mi sueño.

Una vez en la entrada, cuando solo puedes ver el fuerte rojo que lo rodea, me sentía nerviosa y el corazón me latía fuerte. Y al entrar, en el momento en el que vi esa imagen que tantas veces he tenido de fondo de pantalla, no pude contener las lágrimas. Lloré un buen rato como una magdalena. No sé qué fue que me produjo esa emoción tan fuerte, pero me alegro de haberme sentido cómoda de poder expresarla llorando.

El poeta indio Rabindranath Tagore, dijo alguna vez que el Taj Mahal es como una lágrima en la mejilla de la eternidad. Una forma muy bella de describir lo que representa este panteón de mármol. Para mí, desde luego, la sensación que me inundó al ver el Taj Mahal fue algo sin igual. Aunque para otros quizás no sea más que un edificio blanco...
Es curioso como dos situaciones idénticas pueden transmitir cosas tan distintas dependiendo de quien las vive. Supongo que todo es relativo a las circunstancias personales claro, pero también creo que depende de la intensidad con la que nos dejamos vivir cada momento, y creo que cuanto más mayor me hago menos permitido me está sentir fuerte. Cuando somos niños todo es tan estimulante y tan normal dejarte llevar por la excitación del momento, que nadie se extrañaría al ver a un niño saltar de alegría por ver a su mejor amigo, por ejemplo. Sin embargo, hacer eso siendo adultos es raro, aunque a veces quisiéramos.
Y qué bonito sentir tanto, espero seguir emocionándome con cada pequeña cosa del camino.

Después de deleitarnos unas horas con la majestuosidad del Taj, decidimos decirle adiós e ir a comer algo. Por el camino nos encontramos a dos chavales conductores de tuk-tuk con los que hicimos un trato: a cambio de 70 rupias nos llevarían a un restaurante, esperarían a que terminásemos de comer y nos dejarían en la estación de bus. De camino, al bromear con ellos sobre lo loco que es el tráfico en la India, me dejaron conducir un rato el tuk-tuk. ¡Estas carreteras son el caos más absoluto! Aunque he de decir que conducir entre el tráfico sin chocarme fue bastante más fácil de lo que esperaba. Al final, es un caos organizado.

Nos montamos en el bus local para ir hasta Tundla, una ciudad a las afueras de Agra, ya que no pudimos sacar billete directo a Varanasi, todo completo. Al llegar a Tundla cogimos el tuk-tuk más barato de la historia, 5 rupias cada una (tres cuartos de céntimo). Se ve que le estamos comiendo el tranquillo a esto del regateo.

Vale, todo listo, tren nocturno otra vez dirección Varanasi. ¡Allá vamos!